sábado, 1 de abril de 2006

Reflexiones rosarinas por la ruta 9


a Darío Sandrone

Si Córdoba es la capital del interior ¿Rosario qué es? Posiblemente, el interior de la Capital, de Buenos Aires. Los porteños vienen a Rosario a confirmarse creyéndose en el interior. Pero Rosario, si le sacamos las propagandas del Estado Provincial no quiere nada de santafecino, es un barrio de Buenos Aires, un Gran Buenos Aires corrido. De hecho se demora casi tanto, en auto, en salir del Gran Buenos Aires que en llegar de ahí a Rosario. ¿Tiene Rosario más zamba y chacarera que Buenos Aires? Rosario – su margen a salvo de la emigracion chaqueña y etcétera – es tango y rocanrol. También en paridad con Buenos Aires, se vende como manía por el fútbol. Buenos Aires tiene cincuenta equipos – bueno, más en realidad – y dos monopolios (antes eran casi cinco). Rosario cuatro o cinco pero que se concentran en dos. Y nadie aspira (fue acaso una democrática ilusión momentánea en los años setenta) a competir en frondosidad de vitrinas de trofeos con la Capital; sólo le queda a Rosario (diez o quince veces más chica que el combo Capital-conurbano) su aspiración a un máximo de concentración de fanatismo de la pelota, proezas pelotudas de clásicos suspendidos y superioridad de desmesura en las comisiones de actos de terror simpático del foquismo barrabrava. Da toda la sensación de que el mito rosarino está hecho a la medida del porteño. A excepción de una franja geográfica trazada por Santa Fe, Bell Ville, Gualeguaychú y San Nicolás – que por razones obvias viven de la consideración a Rosario -, Rosario no parece ser demasiado registrada por el resto del país, salvo, claro, por Buenos Aires, que quizá la ve como a una Montevideo bis con la celeste y blanca, o una Buenos Aires di antes, en donde no pasa nada.
Contra lo que opinan algunos amigos, me resisto al mito porteño de la Rosario-artística. Cada diez o quince talentos sitos en Buenos Aires uno es rosarino y eso deja pasmados a los porteños que se imaginan que a trescientos quilómetros hay una modesta aldea de horizontales de tres pisos con el potencial de una Florencia, París, Atenas o Alejandría. Se dejan llevar por la admiración despreciativa y no por la más simple evidencia matemática que permiten arrojar los censos. Cierto es que si la adversidad del medio facilita el genio – el talento o el ingenio -, el arte rosarino está de parabienes, en la medida en que se pueda sacar a ese sujeto trágico a tiempo de la aplanadora de su environment. Así en Rosario tenemos una ingente comunidad de tenderos, quiosqueros, albañiles, abogados, subsecretarios, profesores, crotos, etcétera, insertos en sus actividades profesionales a ley de haber sido convertidos por el medio en talentos aplazados crónicos, notorios postergados a eternidad, genios aplastados por el 122 o por los que se toman el 122 (ex 2-18).
Todo bien cuando se entiende que el genio rosarino es una versión provinciana diez años diferida del Flaco y Charly (Fito), o un talento mayor de una literatura muy menor (el Negro Fontanarrosa). Rosario como un bar en el medio de la pampa húmeda, una pulpería posmo. Por eso la identidad rosarina se conjuga como una modulación singular de la identidad porteña ampliada en cultura urbana rioplatense. El rosarino, igual que el porteño, también es especialmente for export, tango tango. Nadie más argentino en el exterior que alguien nacido en Almagro o en Pichincha. El cordobés, en cambio, más bien es forimport. La identidad cordobesa es rotundamente rebuscada; pero patente. Un cordobés en Rosario o Buenos Aires casi no puede ser otra cosa salvo cordobés. A lo mejor en el exterior se le permita pasar mejor por “latinoamericano” que por argentino. El localismo cordobés es asfixiante. La bronca al porteño no se dispersa como en Rosario a ley de mímesis o indistinción (en realidad, contra lo que me dicen los cordobeses, Rosario se parece tanto a Buenos Aires, como Buenos Aires a Rosario; somos simplemente gringos, como ellos dicen, plebe europea nacida en un exilio de cemento y vacunos). Hablamos el italiano de la Real Academia, pero ellos quieren una pureza que dice que canta en comechingón. El cordobés ejemplar se vende en su pago como pícaro; el citadino pampeano más bien es chanta, y – herencia del sublime del tango acaso – tiende menos a la confesión filial sotto voce de su truculencia específica. La evidente identidad cordobesa actual parece minuciosamente y a diario trabajada, forjada de un modo precipitado. Se evidencia en el culto del cuarteto, obligatorio allí como una libertad positiva. En Córdoba hasta un heavy metal hace el encomio – moderado en todo caso – del cuarteto. Lo más común en Rosario – en cambio – es toparse con gente que desprecia a Fito Páez – sean roqueros de otra cepa o viejas del culorrotaje – o a Fontanarrosa – en este caso más bien en el medio mucho más restringido de los que alegan cierto currículo de leídos -. Me temo que en Córdoba quien se tire de manera explícita contra La Mona sería pronto un deportado, o un desaparecido (al menos de la cordobesidad).
Nada causa más extrañeza en el centro de Rosario que toparse con extranjeros. A Rosario no llega ni el loro. Pero el grueso del turismo europeo bancado por los subsidios de desempleo pasa tarde o temprano, en su recorrida de Ushuaia a La Quiaca por Córdoba Capital. Sin embargo, aun encerrada en su aislamiento efectivo, da toda la sensación de que Rosario es mucho más europea que Córdoba y no sólo porque hay menos mezcla y un par de rubios más. Rosario, como se observó antes, es mucho más inteligible para el exterior si bien sobradamente indeseable y falta de interés (por lo demás, el único exterior que registra a la Argentina claramente, amén del resto de iberoamérica, es España. Para los otros sólo es “Maradona”, “tango”, “Borges”, o “vacas”). ¿Ven argentinos en los cordobeses los extranjeros? ¿Pierde ante el enigma forastero el cordobés su eficacia distintiva?
Para un cordobés explícito el exilio interior en Buenos Aires Rosario o ciudades afines – pero más que nada en esas dos, por la pica – podría ser mucho menos soportable que el exilio exterior. En el primero, se dijo, está casi obligado a un comportamiento de cordobés, intimado a una determinada fidelidad a un presunto “condicionamiento” étnico-etológico totalmente transparentado; afuera en cambio tiene acaso un juego mayor: puede pasar por argentino pero puede disimularlo un poco más que un gringopampeano (la argentinidad for export está dominada por las imágenes identitarias de ese homo urbano que crece – a lo sumo - de Santa Fe a Bahía Blanca: el argentino del este sin embargo occidental). Un rosarino en Córdoba pasa por porteño o falso porteño. El cordobés no registra o finge no registrar al rosarino en Córdoba. Y cuando lo ve, le niega una propiedad diferencial. Hace lo contrario a lo que hacen los rosarinos con un cordobés en Rosario: le resta existencia y entidad, finge desconocer las características de su origen. Al cordobés en Rosario se lo conmina a ser cordobés rigurosamente, y se festeja el hecho de que salte a la vista. Cuando el cordobés debe admitir que el rosarino existe como tal, como habitante actual de una ciudad real y en existencia flagrante, se ve obligado a desconocerle una distinción respecto del porteño, salvo el hecho de no serlo pero querer parecerlo.
A Gombrowicz le bastó una tarde para enjuiciar a Rosario en su ser, como se lee en su Diario. Una ciudad de planillas, cheques, oficinas, maxikioscos, y nada más, pero con un mito de reservorio estético-moral, de bucolismo pro-creación para la cultura nacional o sea porteña. Córdoba no tiene una identidad menos ambigua: es la Docta-del-Cuartetazo.
Personalmente para mí, muy al contrario, fuera de toda esta fascinación fascista – como escribiría un amigo - Rosario no es más que un continuo rosario de roces en mi osarioel exterior del interior -, cosa muy distinta…Ahí si, advierto que soy de acá



Mario Martök
1/4/06
República de la Sexta

jueves, 30 de marzo de 2006

Para acabar de escuchar a Dolina



Por Mario Martök

El dolinismo se quiere clásico, se quiere romántico, se quiere ilustrado, se quiere un borgismo a la plebeya. Hace anfibológicamente soñar una tardosa modulación neonacionalpopular de lo universal, de los valores suprahistóricos y su parnaso inmarcesible. Pero hay que desilusionarlos: es Kitsch solamente. No un Kitsch doctrinario; involuntario. El doliniano ejemplar es un objeto sociológico Kitsch. Se ha formado un lumpemproletariado arcaísta de la cultura, que combina picaresca y sublime, clasicismo fuera de quicio, froidismo de las buenas costumbres[1], y espontaneísmo costumbrista de neoderechoso-estético. Es curioso que – aún – los patrones del criticismo socioliterario de la universidad y sus parapoliciales no lo tomen en serio. No se den cuenta de que, prácticamente, toda esta generación no perseguida por la dictadura, una generación carente del honor triste de un noble exilio por ideas, una generación de protoescritores-lavaplatos, protocientíficos-mozos, protoartistas-repositores, exiliados – al exterior o al interior – por la miseria no sólo moral, una generación (ya por lo menos dos en realidad) de sujetos con pretensiones en la cultura, particularmente con – al menos – confusos desvelos de portagramas futuros, paga su deuda a esa escuela, que es como una especie de oblicuo eslabón entre la escolaridad secundaria, y los claustros universitarios, sus disciplinas y sus chapas para el ejercicio de una profesión con soportes en los saberes humanistas. Ahí está la Escuelita de Dolina, cuyos fieles – más o menos ortodoxos según los casos – se siguen multiplicando, y afloran inesperadamente en cualquier componenda. No es difícil ver a esos posadolescentes taciturnos intentando la práctica de un levante minero evidentemente demasiado teórico. No es extraño topar con esos teóricos del levante que justifican el resto de sus teorías, con los alardes de una comisión – pocas veces comprobable en su grandilocuencia – y un acaparamiento favorable en el toma y daca de la circulación de las mujeres. Son los dos wines (-winners) que pone el dolinismo: el levante teórico – última ratio picaresca -, y el salvataje – concebido como “venganza” - de la decadencia posmoderna del universo con la recuperación en polvorosos archivos de la cultura (¿cómo decirle? ¿burguesa? ¿falogosófila? ¿reaccionaria? ¿clásica? ¿enciclopédica? ¿pedagógico-estatal?) – archivos por lo general inconfesables o birlados – de los valores eternoides del nobiliario de las artes, las letras, la filosofía y las ciencias recias. Son las dos puntas del dolinismo: ontos chiste y sexo-padre. En las alturas, las pasiones tristes, y sotto voce la apelación al cinismo-bello. Las librerías de saldos, usados y ediciones populares de los clásicos, encuentran una considerable clientela ahí para sus mercancías menos onerosas.
Hay dolinidades y dolinidades; pero cuando uno tiene que soportar la soberbia huevona de unos posacné pascualitos y cogitabundos con juicio prefrabricado para todo y el universo ya resuelto, una especie de axiomática incontrastable y prócera supermadura, o sea, ignorante, ingenua, pendeja, pequeñoburguesa, plebeya, mediática, escolar, atrasada, demasiado evidentemente impostada…gil, siente ganas de patear un par de cabezas, cabezas de novio.
¿Cuánto dura el efecto-Dolina? ¿Y – examen moral – cuánto debe durar? ¿Cuándo es bueno y cuándo es malo? ¿Contra qué sirve y ante qué es una porquería? Porque aquí, depende ante quién estemos, y de qué circunstancias se trate, podríamos hacer el escarnio injurioso, el elogio vicario, el escarnio vicario o el elogio injurioso o lo que fuere, del dolinismo y su patrón; todo depende.
Nosotros, que hemos sabido sacarle provecho en algún momento, hoy estamos ya demasiado hartos del dolinismo y de sus más fieles y chatos conversos filicidados, de su versión precaria y estancada del universo (o sea, al final, un oscurantismo que se agarra, en último gesto, del verseo racionalista atávico, del cientificista y del universitario del mundo), estancada como un Narciso, en un mundo obsoleto, en las páginas y pátinas de una biblioteca de barrio, en unos agrios dulces 17, en la coraza de una preceptiva osificada que se caga en las patas ante las nuevas monstruosidades reales de los últimos cuarenta años, que no quiere ver más allá de lo que le dicta su trágica conciencia infeliz atascada en un viejo mundo feliz de Ortegas Borges y Jauretches en latas Campbell de un pop al vesre.


30/3/06
23: 09 hrs

[1] No es insignificante que el dolinismo venga con el plus escondido de un lejano asesoramiento lacanista, de parte de su escudero. Pero no es del maestro que hoy queremos hablar – no la vamos contra alguien -, sino de un conjunto de efectos reales de su predicado expandidos en el medio ambiente de la antecocina de la cultura y sus circuitos íntimos.

sábado, 25 de febrero de 2006

Sobre el surrealismo y el bobero



Cuando pienso en una poesía hecha por todos no me sale pensar en los muchachos surrealistas. Me asalta más bien el poéticamente habita el hombre de Heidegger, y más bien pienso en el peronismo. Pero debe de ser simplemente porque soy tonto. Oh, si. Pues pienso que la poesía no se agota en un papel, y pienso que ese papel colectivista – hoy no me arriesgo a decir que es un sueño fascista sublimado, porque tengo un abogado cerca – para la poesía, generalizada – justamente – , lo logró, entre otros, de una manera harto más eficaz, por ejemplo, el movimiento peronista, que el movimiento surrealista. Ambos soñaron una especie de “colectivo imaginario”, y para ambos movimientos – me temo – lo primero era el movimiento, paradoja. Los surrealistas – impresionados por una frase que se lee en las Poesías de Ducasse – predicaron un ideal de poesía holística y sin embargo, oficinistas como eran, no había para ellos, los surrealistas, nada mejor que otro surrealista. Para contrarrestar esa idea – no digo para suprimirla –, en la que no hace falta creer, es ne´sario promover una poesía hecha por nadie. Lo cual no es menos imposible pero puede servir, al menos, para epatar al Lector (o al Editor, o al Crítico). Por lo menos a ese lector manipulado por la forja de casi cien años de un surrèalisme convertido en una mezcla de incurable adolescente incoformista-cursi, y alegre cagatintas de subsecretaria de cultura.
Igual, te damos gracias, Breton.
Ahora hablando en serio, en serio en broma - insistiendo, en una palabra - pienso que esa tradición, el surrealismo, deja saldos positivos y lamentables, sin poder yo distinguir cuáles son cuáles de un modo preciso, y dependiendo de mi coyuntura anímica. La idea de que todos somos o podemos ser escritores, es una enfermedad pandémica pero también una suerte y una gracia.


Hay demasiados malentendidos en nuestro pueblo peronista y surrealista, o pos ambas cosas. Demasiados. No demasiado lejos de hacerse centenario, el surrealismo es – hogaño – un clasicismo. Empieza como una pasión romántica de adolescente melancólico y termina como clasicidad automática y artesanato pro editores (se sabe: “los editores nunca entienden nada”) en vetustos poetas tan inocuos cual anquilosados, serios y canónicos. No sé quién decía que la gracia del surrelismo, o una de sus grandes empresas, fue desautomatizar la percepción, o las percepciones. Pero esa desautomaticidad presuntamente óptica – dichosa en los años veinte - se ha vuelto demasiado automática camino a la mano y al siglo en trámite. Y acá comienza el problema al hablar de lo automático y el surrèalisme – como escribía Borges – o superrealismo –como escribía su cuñado -. El automatismo que yo denuncio en los nietitos vigentes del surrealismo, no tiene nada que ver con el automatismo de los cadáveres gustosos o con ese mito seudofroidiano que inventó Breton, que quería ponerle un micrófono al inconciente. Más bien es lo contrario. Lo que se tiene por surrealista tiene de automático lo que cualquier escritura tiene de automático. Cualquier escritura es automática. En el mejor de los casos es un palimpsesto de automatismos, o un colage de repentismos superpuestos. En el caso de que no salga de un tirón. Y en el caso de que salga de un tirón, posiblemente también. El colage se forma antes o después de la mano, quizá. Lo que se ha vuelto automático en la cultura es la negación del “automatismo” que nombró Breton. Lo que se ha vuelto automático es un pietismo inconexo, un lirismo de salón que es la represión, la intervención, la aniquilación, o en una palabra, la simulación de aquel automatismo inventado por la escuela de Andre Breton, disimulo “esteticista” que es tan surrealista como aquel “automatismo” que no es más que un concepto, un concepto mentiroso, equívoco, un malentendido, que para eso funcionan los conceptos, para operar por malentendidos. Hay gente que habla de “surrealismo ortodoxo” – el automatismo sauvage – y “surrealismo heterodoxo” – el poietismo pro belleza subsiguiente, que es lo que ahora es automático - . Lo único que automatizó a la larga el surrealismo es cierta particularidad de su técnica en el acto sublimatorio. Hizo lo contrario: automatizó la sublimación, y ahora es un adminículo que sale de la boca de docentes mujeres socialistas y demócratas, o sea de los encargados – hoy todos progres – de conservar las formas, la hipocresía social como sistema.
Es que en esa época se tomaba al inconciente como a una especie de buen salvaje, o genio malo en estado de naturaleza puro. Y, oh ironía, terminaron automatizando la cultura. Ese “automatismo” no pasó de diez o quince poemas de un par de tardecitas, y de una broma momentánea, y eso no fue sólo culpa de Eluard – el verdadero patrono del “surrealismo” bobón de los concursos municipales de las últimas cinco décadas - . Asociaron la tradición con la lógica, y soñaron que dividían al mundo en dos platónicamente, lógica – razón, y todas las formas literarias históricas - y civilización occidental de un lado, y del otro, el inconciente como una mezcla de oriente y naturaleza, y traición a las gramáticas flagrantes de las lenguas indoeuropeas de las potencias occidentales. En esa idea se parecían a los epistemólogos vieneses, salvo que estos creían, al contrario, estar del lado de la “lógica”. Comenzaron como los amigos y promotores de lo bajo, y hoy los vemos, a los hijos ya seniles del surrealismo, llorando por el mundo mejor de ayer y clamando por ideas de lo bello y lo bueno. Y está bien, todos estamos en eso. ¡Pero seamos crueles con los que fueron crueles! ¡Es lo menos que se merecen! ¡Siquiera por homenajearlos!

25/2/6

domingo, 4 de diciembre de 2005

De Lamborghini a Dolina, el peronismo literario posmarechal



Si Macedonio es el “yrigoyenismo del lenguaje”, Lamborghini es el peronismo del lenguaje. Se trata, obvio, de un estatuto gramatológico no de un proyecto de mímesis realista. En “El tamaño de mi esperanza” Borges reclamaba la confección perentoria de una mezcla en la que se cifraría el porvenir prodigioso de la Argentina, como lenguaje y como exterioridad mensurable del lenguaje: la mezcla de Juan Manuel de Rosas y Macedonio Fernández. Nada cuesta comprobar que ello se realiza, portentosa y ejemplarmente, en el texto llamado Osvaldo Lamborghini.
Pero hay distintos peronismos a la letra. En esta época hay dos que son evidentes: el peronismo de Alejandro Dolina y el peronismo de Osvaldo Lamborghini. El primero, pese a que no se quieran dar cuenta los licenciados en letras, y tal como lo atestiguan los que organizan talleres literarios con efebos taciturnos, es una especie de nuevo patrón y medida, a lo Borges y un tramitador de Borges, para las nuevas generaciones. El segundo, contrariamente, rige solo en las facultades de letras y es el último gran monstruo difunto del mito literario nacional. El más efectivo antiborges del gusto universitario, para o pos universitario actual. El primero ya se aseguró el pase de La Urraca a Colihue y de Colihue a Planeta, todo un gesto. El segundo, célebre otrora por su clandestinidad, es publicado a título de obra completa en el nuevo siglo por Sudamericana, y “al cuidado” de César Aira, su contemporáneo albacea por la inversa, su Adolfo Obieta y el gran mostruo en vida del mito literario actual, y el que tiene su posta en mano, merced a un pase – mágico – que troca terrorismo setentista por noventismo posmo-naif. Cada uno muestra uno de los dos lados de la cultura peronista, del universo peronista: uno la versión noble y tierna del arte del engaño, el “simulacro” en el léxico borgeano, la voluntad de ilusión nischeana elevada a gesta y propaganda, lo fabuloso. El otro la violencia, la somaticidad de la barbarie, el matadero pero narrado sobre el inconciente de un rosista. Lamborghini en los setenta narra la flagrancia de una violencia en acto, y Dolina desde los ochenta narra la melancolía nostálgica por un mundo pasado y perdido, que no volverá a ocurrir, ni ocurrió. Por oposición a las anécdotas de la eternidad borgeanas, a la parca metafísica narrada, la civilización convertida en metafísica, ficticia pero pura, la barbarie: sexo y política, en el texto Lamborghini, y la mística, la añoranza del estado místico tribal en el texto dolineano. El estado de malestar en el mito de la cultura, y el mito de la cultura del estado de bienestar. El peronismo dolineano es la solitaria prosecución en estos tiempos del peronismo marechaliano. Se conmemora a veces la anécdota de cuando Leónidas Lamborghini le llevó El Fiord de su hermano a Marechal y Marechal dijo – haciendo ese alarde típico tan suyo de teoparmenidismo bocasucia a lo Tesler - : es perfecto como una esfera.Lástima que sea una esfera de mierda.
Lo que el peronismo picaflor y trovadoresco de Dolina expurga de Marechal – las deposiciones teslerianas y cierta exhuberancia rabelesiana al límite del terrorismo – es lo que Lamborghini acaparaba: la fecalidad la hibris y el terrorismo. Tadeys es el rabelesianismo bajo el efecto de una sublimación invertida – más que desublimación – que despoja de todo el ternismo fabulista marechaliano. El bi amor.


4/12/5




sábado, 23 de julio de 2005

Jorge Guillermo Borges, el escritor comprometido




Menester es considerar un modelo de “escritor comprometido” que nada tiene que ver con ese tan famoso de la época del sartrismo, y cuyo ejemplar más preciso es Borges; pero no Jorge Luís Borges: Jorge Guillermo Borges, su padre.
En los años sesenta, cuando Germán García reporteó a Borges y le preguntó por la leyenda de la Colonia Anarquista en Paraguay, Borges explicó que allí fueron los que fueron – Macedonio Vedia y Muscari -, y explicó que no fue su padre, que era íntimo de aquellos otros tres, compañeros todos – salvo Vedia creo - en la Facultad de Derecho y que también se hacía llamar anarquista, porque “estaba comprometido” con su madre Leonor Acevedo “y no iba a dejar a su novia para irse a fundar la comunidad anarquista en Paraguay”.
Por escritor comprometido se entiende, entonces, un escritor impedido, impedido como tal por una mujer, por la novia, esposado, casado, permanentemente postergado por la maritalidad: el reverso de Kafka. Borges delegó en Macedonio ciertas características que quizá eran, en realidad, las de su padre, desplazado en Macedonio. Por eso quiso excluir a éste de la escritura. La máquina célibe “Georgie” es la antítesis del escritor comprometido, más, insisto, en este sentido que en el sentido de un antisartre. Es cierto que Borges alguna vez se casó pero esto, para la biografía que le queremos imaginar, es casi un fallido; sólo una falla, e insignificativa. Menos significativo, en este sentido, que su afiliación al “partido conservador”, cerciorada en un conocido prólogo.
El ejercicio que hay que hacer es el de una trocación: donde se dice “colonia anarquista en Paraguay” se debe leer “escritura”, o lo que en este caso es lo mismo, “literatura”.
Borges, el hijo, se sabe, es el escritor prometido: comprometido familiarmente con la literatura. Un destino como tarea y delegación.
En realidad – por lo menos es lo que por ahora se supone – Macedonio escribió (toda la vida, incluso, y sólo hemos leído una porción pequeña de su escritura, ya que la mayor parte de sus permanentes cuadernos permanece aún inédita – y jamás fundó la Colonia Anarquista. En esa “fundación” no participaron ninguno de los cuatro amigos: ni Muscari, ni Molina y Vedia, ni Borges, ni Fernández. A fiarse por Borges es seguro que su padre no viajó. No es seguro que los otros tres lo hayan hecho, es bastante probable; pero no parece que hayan fundado nada. A los fines de Borges Macedonio ha de ser un escritor sin escritura y un fundador de asentamientos ácratas en la selva.En realidad la selva macedoniana es la “ambigua selva” que mentaba Girri, y en ella es el “fundador”, aunque efímero irrisorio y en urgida fuga. No es casual que uno de los temas literarios preferidos de Macedonio fuera el del “mosquito”, un estorbo capital a la hora de fundar. Para Borges, fundó y rajó. Como cualquiera sabe la relación entre el lector y el autor, es la de una comunidad anarquista, y el texto es simplemente Paraguay. Se ve entonces el lugar genético en Borges de la fundación utopista chaqueña: cardinal para la concreción de Borges en obra completa y escritor per se, donde es necesaria una abstinencia paterna y una realización sustitutoria del maestro socrático.
Luego Macedonio se casó con la Evita Perón de la literatura argentina: Elena de Obieta (“evita perón” es la máxima de la escritura y literatura en Macedonio; significa – en griego ibérico - : abstiénete del límite)[1]. Luego enviudó, y ahí dejó de ser un tal doctor Fernández del Mazo, que garabateaba un diario fisiológico en carpetas y publicaba de lustro en lustro algún artículo o poema en diarios y revistas, y se empezó a convertir en “Macedonio”. Desde Borges se debe sopesar que la viudez es un celibato mermado. Lo esencial en la escritura es la “Eterna” – sinécdoque de Elena – y en la literatura: la Colonia Anarquista del Paraguay. Sobre la ausencia fáctica de la primera Macedonio escribe y sobre la ausencia fáctica de la segunda Borges fabrica literatura. Borges empezó y terminó en Europa. Macedonio para Borges es el exilio de Europa. Macedonio es el escritor “que nunca viajó a Europa” – entidad imaginaria fenomenológicamente inexistente -. La frontera se cruza macedonianamente en la grama; con el cuerpo basta un Viaje Mínimo al exterior – minimalismo de romería exilista parejo al de su “Estado” -, apenas un mítico paseo por el Uruguay y el Paraguay, que en Macedonio son el Texto, Hogar de la Inexistencia. En ese viaje del que no queda “Atlas” ninguno, en su omisión paterna y en su ambigua realización matémica, hay que pensar la obra borgeana, ni comprometida ni casada ni nada, erigida sobre las cenizas de la novela incinerada de su padre: “Hacia la Nada” y sustituyendo a la que fue el sueño de Vedia: “Hacia la Vida Intensa”, anunciada por Macedonio Fernández como “Hacia la Nada Intensa”.
Lo que es lo mismo que decir que la obra de Borges – históricamente ulterior – es, empero, el preámbulo necesario para leer la nada intensa de la de Macedonio Fernández.



23/7/05


[1] Al contrario, su máxima estoica del “vivir” es: Evita, vive.

viernes, 1 de julio de 2005

La era de la boludez crítica (Aira y D10s)


(mail enviado a la revista Lote)


Aira es el Maradona de la literatura argentina dice Tomás Abraham[1]. No me parece. Si hubo Maradonas se parecían más a Carlovich, a quien Maradona llamó, como es sabido en Rosario, cuando vino acá, el mejor jugador del mundo, delegando, como es común en su no reconocida modestia, esa responsabilidad terrible que no obstante fue de su entera competencia. Maradonas en mi criterio fueron Macedonio Fernández u Osvaldo Lamborghini. Acaso el Girondo masmedular. No Aira, de ningún modo. Aira, al contrario, es un todo terreno que incluso cabecea como Pelé (a Maradona no le hacía falta porque tenía la cabeza en los pies). Aira es un Killy González; a donde lo ponés, el tipo se las rebusca: corre toda la cancha, marca, distribuye honrosamente, le pega bien de lejos, y de cuando en cuando pela una gambeta como para hacer ver que algún potrero tuvo; pero pasa un poco desapercibido, hay que reconocer. O en todo caso un Sorín o un Zanetti, liebres legibrerianas, o libres legibleairianas, máquinas motoras de “huir para adelante”, jugadores del “continuo”. Como los narapoicos que son lo contrario de los paranoicos, estos son defensores que no defienden, atacan. ¡Y cómo! Son talentosos pero están sometidos a la disciplina y rutina del trabajo permanente. Sus hégiras del puesto del cuatro o del tres hasta el aira, el aria, contraria, son pequeñas travesías narrativas como las “novelitas”, combinan un talento entre cairológico y mecánico, artesanal. Como las novelas-Aira.
Elena Bellamuerte es un gol a los ingleses. La letra de Lamborghini es la mano de dios, la infracción de genio.

Aira comunica a los reporteros españoles – a los únicos que atiende (y bien que hace) – la revelación publicista de que Cortázar era un mal Borges. Plin.
Nos pasa a algunos que mientras vamos leyendo las novelitas, sigamos el juego, nos sentimos como atorados en el sopor table – meseta o mesa – de una especie de cortazarismo de muy segundo orden, un mal Cortázar, como tantos que abundaron y lo harán. Esos dialoguitos bobalicones, pasatiempistas, esos insoportables nombres propios tipo novela femenina que sentimentalizan la cosa a base de la pesadez del no suceder. Pasan treinta páginas así, cero a cero, hasta que de golpe y porrazo Aira nos la manda a guardar. Acá ya me parece que es uno de esos genios laguneros que juegan dos partidos mal y en el tercero registran un milagro prosantificación. Un estilo Riquelme o Borgui. Treinta páginas de sucesos boludos en la vida de unos boludos, de cortazarismo Miguel Cané, de polenta mágica realista y de golpe se aparece una mujer a la que le crecen al infinito orejas de conejo científicamente y todo sigue como si nada y vuelve a la normalidad polenta al mediodía de otras treinta páginas. Ahí comenzábamos a sospechar que Aira (Aira, no el “narrador”) se reía de nosotros, de uno, y que ejercía una especie de pasión perversa invertida consistente en prodigar la apatía al prójimo. Un efecto, en efecto, que oscila entre la homeostasis del lector, y su apatía.
Y digo al prójimo porque si el Lector – acá va con mayúsculas – no es un Personaje, como en Macedonio Fernández, entonces ¿quién es? Hablo de homeostasis o de apatía porque para mí el prójimo, en literatura, es el cuerpo del lector. El lector en sí mismo es, alocutario, narratario o llamale hache, un personaje excluido. Un personaje ostracismado sólo comunizado en repúblicas de tipo macedoniano. El acto textual es una máquina de afectar, intelige en las vísceras. Puede ser piadoso pero no es cristiano, es maquiavélico. Macedonio soñó el cristianismo en literatura: ponerse en el lugar del otro, del Lector. Pero la literatura, fuera de esta broma de mal gusto de nuestro mayor humorista, es un abuso de poder, simplemente.


Quizabobo de la Crítica

1/7/05
Seis y media de la mañana, sin dormir. Polonia.



[1] “Decálogo Aira. Los diez mandamientos más uno”. Revista Lote.

jueves, 16 de junio de 2005

La era Aira



El escritor menemista



Observo el título. Está ahí arriba. Lo miro. El lector lo mira. Podría esperar algo que no le daré. Le aviso de entrada. Soy un efectista de la frustración. Soy un genio para los títulos decía mi tía. Un provocador, un efectista. Provoco un efecto frustrante en el lector; pero de una manera tan rauda (no soy aireano, o airaiano - sólo soy ariano -), que me deja flotando en un aire de generosidad; soy un escritor malo; pero el lector me dura poco. Es compasión mía, no carencia de talento. Lo frustro, pero se cura rápido. No tengo género, genero frustraciones perentorias; por eso, como escritor malo, soy empero, generoso, no maldito. El demoño no son los otros; el de moño, vendido por los marianos grondonas como el escritor menemista, nunca fue tal. Fue un fraude asis de grande. Asis nunca fue el escritor menemista; el escritor menemista fue Aira. Asis se quedó en los setenta, se quedó peronista. Fue un vocero de la derecha libertina y grotesca, un moralista del uno a uno, un catequista del cretinismo oligopolista, un panicirquista; como escritor: ¿a quién le interesó?
Los “noventa” son de Aira. Son la era Aira. La oposición piglista no ha pasado de un destino Chacho Álvarez. Hablo de literatura, no de góndolas librescas del Carrefour, se entiende ¿no?La historia a Aira le vino como anillo al dedo. Bi bi bi. En su fuga para adelante, sus críticos somos el coyote, y sus lectores hacemos zapping buscando otra tragedia, acaso la de Silvestre y Speedy González.
Y ándale y ándale y ándale.


El editor kirchnerista



Si sus libros aburren o divierten, si están bien o mal escritos, rápida o lentamente, en fin, si uno es pésimo, otro mediocre, otro genial, otro, en fin, eso qué importa. El atractivo de Aira es Aira. Aira es – “tengo para mí”, hay que hablar así -, Aira es su teoría. Su montaje, su montaje biobibliológico. Hay que agradecer que todavía haya autores que susciten una pequeña histeria masiva más allá de la llanura masmediática de los best sellers y más allá de las modas fugaces y pasionales de la prolongada adolescencia de la lectura. Es cierto que el país siempre estará lleno de pequeños autores geniales que jamás serán leídos ni por sus amigos; pero no por eso hay que recelar demasiado de los que han tenido la astucia y la suerte (suponiendo que el talento y el genio sean sólo dos conductores de aquellas circunstancias, o bien no teniéndolos en cuenta) de componer un canon o acomodarlo a sus inclinaciones. Seguramente éste no sea un país agradecido de sus Kafkas; pero no por eso… “Para mí” – hay que… hablar… así -, para mí la gracia de Aira, primero que nada, personalmente, está en su puesta en escena (en general, nunca es de otro modo), en sus – hay que decirlo… - micropolíticas en el campito de batallas de la literatura. A mí me gustan los escritores demasiado evidentemente buenos (ejemplo-Borges), o los extraordinariamente malos (Macedonio-Lamborghini como modelos superlativos); por eso Aira, que no juega ni en uno ni en otro, se me escapa un poco y me pesa y fatiga varias veces. Me gustan los patovicas de la erudición y los perforadores de profusas profundidades filosóficas, los extremistas en el desierto, los graciosos, los obtusos, o los escritores muy menores, muy de barrio, con faltas de ortografía, de lectura, y de oportunismo mercantil. Pero Aira no encaja en esos gustos de la primera persona de este texto; quizá es excesivamente sutil para un lector así. El peligro del que hay que rajar, al menos un poco, es el de la airaización generalizada que promueven demasiados agentes culturales, de operadores de prensa a trashumantes mezzo-lúmpenes de las carreras de letras o tallercitos. Da la sensación de que en general los pichones avisados de escritores con cierto afán de algún prestigio, de algún lector no póstumo afuera de la familia, están demasiado condenados, conminados- habiendo caído en desgracia, víctimas de mala y taimada prensa entre los capos di tutti, modelos ya usados como Borges, Piglia, Lamborghini, Macedonio, Cortázar, Saer -, a la airaización ambiente. Lamentablemente la literatura está siempre escasamente en manos de los escritores, y por más que desde hace ya muchos años se haya querido hacer escribir al “Editor”, los editores - dijo uno de los capos de la casta del saber y de la lengua citados (que en paz canónica descansa) “nunca entienden nada”. Ojalá el azar ilumine a los editores que estén editando mañana. Como quien dijo. Y salgamos airosos de Aira.
Y que conste que esto es un elogio.


16/06/05